La colina de los honguitos

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lunes, octubre 22, 2007

Artista invitado: Isaac Asimov.

Después de muchos años (yo diría que unos 5 o 6) me vuelve a visitar el dolor de una antigua lesión. Podría enrrollarme con una historia de aventura, emoción y sexo a raudales de la que hubiese obtenido la lesión y algún trasto legendario rescatado le un antiguo emplazamiento donde comía polvo para que ahora esté en la repisa de mi chimenea para admiración de propios y extraños, y seguir comiendo polvo, pero sería todo una gran mentira, sobre todo lo de que tengo una chimenea. En realidad, estaba haciendo el mico en un sofá y me caí sobre las muñecas. Las que tengo entre los brazos y las manos. Me hice una fisura en cada muñeca, pensamos que eran unas tendinitis y las muñecas se "curaron" solas. Unos cuantos años después, estoy escribiendo esto con la mano derecha.

Pero a lo que íbamos, hoy traigo un texto bastante largo y divertido., pero no es mío. Como los más avispados habrán deducido por el título, es del maestro Asimov. Lo encontré en este blog vía Meneame.
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ISAAC ASIMOV

INDECISA, COQUETA Y DIFÍCIL DE COMPLACER

Entre unas cosas y otras, he leído bastantes obras de Shakespeare y me he dado cuenta de un montón de cosas, entre ellas de la siguiente: las heroínas románticas de Shakespeare por lo general superan a sus héroes en inteligencia, carácter y fortaleza moral.

Julieta actúa con energía y sin arredrarse ante el peligro mientras Romeo se limita a tirarse al suelo y llorar (Romeo y Julieta); Porcia desempeña un papel difícil y activo mientras Bassanio no puede hacer otra cosa que quedarse en un segundo plano retorciéndose las manos (El mercader de Venecia); Benedick es un muchacho perspicaz, pero Beatriz le da ciento y raya (Mucho ruido y pocas nueces).

Rosalía también supera con creces a Biron (Trabajos de amor perdidos) y Rosalinda a Armando (Como gustéis). En algunos casos las diferencias son abismales, Julia es infinitamente superior a Proteo desde todos los puntos de vista (Dos caballeros de Verona), y Elena a Bertram (Bien está lo que bien acaba).
La única obra en la que Shakespeare parece caer en el machismo es La fierecilla domada, y habría buenas razones para criticar la falta de sutileza de este argumento, en el que un hombre fuerte se impone sobre una mujer igualmente fuerte; pero no voy a hablarles de eso aquí.

Y, sin embargo, a pesar de todo esto, nunca he oído que nadie criticara a Shakespeare por dar una visión falsa de las mujeres. Nunca le he oído decir a nadie: “Shakespeare está bien, pero no comprende a las mujeres.” Al contrario, todo son elogios para sus heroínas.

¿Cómo es posible entonces que Shakespeare –el cual, según la opinión unánime, supo ver la naturaleza humana al desnudo y sin artificio a la luz inquisitiva e impersonal de su genio- nos presente a las mujeres como superiores a los hombres en todos los aspectos importantes, y aun así tantos de nosotros sigamos estando seguros de que las mujeres son inferiores a los hombres? Digo “nosotros” sin distinción de género, porque por lo general las mujeres aceptan su condición de inferiores.

Puede que les extraña que me preocupe por este asunto. Bueno, me preocupa (por dar la explicación más simple), porque todo me preocupa. Me preocupa sobre todo en mi calidad de autor de ciencia-ficción, porque ésta a menudo habla de sociedades futuras, las cuales espero que traten de manera más razonable que nuestra sociedad actual al 51 por 100 de la raza humana.

Estoy convencido de que las sociedades futuras serán más razonables en este punto, y me gustaría explicar las razones de esta creencia. Me gustaría especular sobre la mujer del futuro a la luz de lo que le ocurría a la mujer del pasado y de lo que le está ocurriendo a la mujer del presente.

Para empezar, admitiremos que existen determinadas diferencias fisiológicas, inevitables entre los hombres y las mujeres. (El primero que grite Vive la différence! se marcha de la habitación.)

¿Pero hay alguna diferencia que sea de naturaleza fundamentalmente no fisiológica? ¿Existen diferencias intelectuales, emocionales o de temperamento de las que estemos totalmente seguros y que puedan servir para diferenciar a los hombres de las mujeres de una manera amplia y generalizada? Me refiero a diferencias que sean válidas para todas las culturas, como ocurre con las diferencias fisiológicas, y que no sean consecuencia de una temprana orientación educativa.

Por ejemplo, no me impresiona la afirmación de que “las mujeres son más refinadas”, pues todos sabemos que las madres empiezan pronto a dar palmadas en las pequeñas manos de sus hijitas, mientras les recriminan: “No, no, no, las niñas buenas no hacen eso.”

Por mi parte, sostengo la rígida opinión de que no es posible estar seguros de la naturaleza de las influencias culturales, y de que las únicas diferencias ciertas que podemos establecer entre los sexos son las de orden fisiológico, de las cuales sólo admito dos:

La mayoría de los hombres son más grandes y más fuertes físicamente que la mayoría de las mujeres.
Las mujeres se quedan embarazadas, tienen niños y los amamantan. Los hombres, no.

¿Qué es lo que podemos deducir a partir exclusivamente de estas dos diferencias? Me da la impresión de que bastan para comprender la situación de clara desventaja de las mujeres con respecto a los hombres en una sociedad de cazadores primitiva, que era el único tipo de sociedad existente hasta, digamos, el 10.000 a. C.

No cabe duda de que las mujeres no estarían tan capacitadas para los aspectos más duros de la caza, además de verse perjudicadas por una cierta torpeza durante los embarazos y por determinadas distracciones, mientras se hacían cargo de sus bebés. De darse una lucha por la comida del tipo “que cada uno se las componga como pueda”, ellas siempre serían las últimas en llegar.

A una mujer no le vendría mal que algún hombre se ocupara de proporcionarle algún muslo de carne después de la caza y que se preocupara además de que ningún otro hombre se lo quitara. Es poco probable que un cazador primitivo procediera de este modo movido por sus convicciones filosóficas humanitarias; no habría más remedio que sobornarlo. Supongo que todos ustedes se me han adelantado en la suposición de que el soborno más evidente es el sexual.

Me imagino un tratado de asistencia mutua de la edad de piedra entre hombres y mujeres: sexo a cambio de comida, y, como resultado de este tipo de compañerismo, nacerían más niños y las generaciones se sucederían*.

*Después de la publicación de este artículo, una antropóloga llamada Charlotte O. Kursh me envió una extensa carta que encontré fascinante y en la que quedaba meridianamente claro que había simplificado espantosamente la situación aquí descrita, que la caza no era la única fuente de alimentos y que las cuestiones de prestigio eran aún más importantes que el sexo. Si se sustituía “sexo por comida”, poniendo en su lugar “prestigio por comida”, por lo demás se mostraba bastante de acuerdo con el resto. Así que, después de hacer esta advertencia, y con el debido respeto a la antropología, continuemos.


No me parece que alguna de las pasiones más nobles haya podido tener algo que ver con esta transacción. Me parece improbable que algo que pudiéramos identificar como “amor” estuviera presente en la edad de piedra, ya que parece que el amor romántico fue una invención bastante tardía y poco extendida, incluso en la actualidad.

(En una ocasión leí que la idea hollywoodense del amor romántico fue inventada por los árabes en la Edad Media y fue difundida en nuestra sociedad occidental por los trovadores provenzales.)

En cuanto a la natural preocupación de un padre por sus hijos, olvídenlo. Hay señales inequívocas de que los hombres no comprendieron la relación existente entre el trato sexual y los niños prácticamente hasta el comienzo de la época histórica. Puede que existan razones fisiológicas para el amor materno (el placer de dar de mamar al bebé, por ejemplo), pero tengo serias sospechas de que el amor paterno, por auténtico que pueda ser, es de origen cultural.

Aunque el convenio de sexo a cambio de comida parece un toma y daca bastante razonable, no es así. Se trata de un convenio terriblemente injusto, porque una de las partes podía violarlo impunemente y la otra no. Si el castigo de una mujer consiste en negarse a tener trato sexual y el de un hombre en negarse a compartir su comida, ¿cuál de los dos vencerá? A pesar de lo que creen las mujeres de Lisístrata, una semana sin relaciones sexuales es mucho más fácil de soportar que una semana sin comida. Además, un hombre que se harte de esta huelga recíproca puede obtener lo que quiere por la fuerza, y una mujer no.
Por tanto, tengo la impresión de que, por razones fisiológicas muy concretas, la primitiva asociación entre hombres y mujeres era rigurosamente desigual: el hombre desempeñaba el papel de amo y la mujer el de esclavo.

Esto no quiere decir que una mujer inteligente no fuera capaz, aun en los tiempos de la edad de piedra, de engatusar y camelar a un hombre para conseguir lo que quería. Y todos sabemos que hoy en día no hay ninguna duda de que así es, pero los halagos y la marrullería son las armas del esclavo. Si usted, orgulloso lector, es un hombre y no está de acuerdo con este punto, le sugiero que intente halagar y engatusar a su jefe para conseguir un aumento de sueldo, o a un amigo para conseguir lo que quiere, y que observe qué es lo que le ocurre a su dignidad.

En cualquier relación amo-esclavo, el amo sólo hace la parte del trabajo que le apetece o que el esclavo no puede hacer, y éste hace todo lo demás. Se trata de algo sólidamente establecido en las obligaciones del esclavo, no sólo por la costumbre, sino también por las rígidas normas sociales, según las cuales no es correcto que los hombres libres realicen las tareas propias de los esclavos.

Vamos a dividir el trabajo en “de poco músculo” y “de mucho músculo”. Los hombres hacen el trabajo “de mucho músculo”, porque se ven obligados a ello, y las mujeres hacen el trabajo “de poco músculo”. Reconozcámoslo: por lo general (no siempre) los hombres hacen un buen trato, porque hay mucho más trabajo “de poco músculo”. (“Los hombres trabajan de sol a sol; el trabajo de las mujeres no se acaba nunca”, según el viejo dicho.)

A veces incluso no hay ningún trabajo “de mucho músculo” que hacer. En ese caso el guerrero indio se sienta por ahí y observa cómo trabaja la squaw: una situación que también es cierta para muchos que no son guerreros indios, pero que se sientan a observar cómo trabajan las squaws no indias*. Por supuesto, tienen la excusa de que los orgullosos y maravillosos seres del género masculino no han sido hechos para realizar “trabajos de mujeres”.

*Claro que, si son demasiado caballerosos como para quedarse mirando cómo una mujer hace todo el trabajo, siempre pueden cerrar los ojos. De esta forma, hasta es posible que puedan echarse una siestecita.

El arreglo social de hombre-amo y mujer-esclava fue adoptado hasta en las culturas más admiradas de la antigüedad, que nunca lo pusieron en cuestión. Los atenienses de la Edad de Oro consideraban a las mujeres criaturas inferiores, sólo superiores a los animales domésticos (y eso con reservas) y desprovistas de cualquier clase de derechos humanos. Al ateniense ilustrado le parecía evidente que la homosexualidad masculina era la forma de amor más elevada, pues era la única manera de que un ser humano (varón, naturalmente) pudiera amar a un igual.

Claro que si quería tener niños tenía que recurrir a una mujer, pero y qué; si quería ir a alguna parte, recurría a su caballo.

En cuanto a otra gran cultura del pasado, la hebrea, es obvio que la Biblia acepta la superioridad del varón como algo natural. Ni siquiera se discute el tema en ningún momento.

Lo cierto es que la Biblia, con la historia de Adán y Eva, ha contribuido a la desgraciada situación de la mujer más que ningún otro libro. Esta historia ha permitido a docenas de generaciones de hombres echar la culpa de todo a las mujeres. Ha hecho posible que un gran número de santos hablaran de las mujeres en unos términos que un miserable pecador como yo dudaría en emplear para referirse a un perro rabioso.
En los mismo diez mandamientos, las mujeres se mencionan tranquilamente entre otras propiedades, animadas e inanimadas. En Éxodo, 20, 17, leemos: “No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea suyo.”

El Nuevo Testamento no es mucho mejor. Podría elegir entre varias citas, pero bastará con ésta sacada de Efesios, 5, 22-24: “Mujeres, someteos a vuestros maridos como si fuera al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como el Mesías, salvador del cuerpo, es cabeza de la Iglesia. Como la Iglesia es dócil al Mesías, así también las mujeres a sus maridos en todo.”

En mi opinión, se aspira a cambiar el convenio social entre hombre y mujer, de amo/esclavo a Dios/criatura.

No voy a negar que en muchas partes del Antiguo y el Nuevo Testamento se alaba y se honra a las mujeres. (Por ejemplo, el Libro de Ruth.) Pero el problema reside en que los textos de la Biblia que versan sobre la maldad y la inferioridad femeninas influyeron mucho más que aquellos en la historia social de nuestra especie. Al egoísmo que llevó a los hombres a estrechar las cadenas que aprisionaban a las mujeres había que añadir el formidable mandato religioso.

La situación no ha cambiado por completo en lo esencial, ni siquiera en la actualidad. Las mujeres han conseguido una cierta igualdad ante la ley; pero nunca antes de este siglo, incluso en los Estados Unidos. Piensen en el vergonzoso hecho de que ninguna mujer, por muy inteligente y educada que fuera, podía votar en las elecciones nacionales hasta 1920; a pesar de que cualquier borracho y cualquier idiota disfrutaba del derecho a votar libremente sólo por ser varón.

Pero aún así, aunque las mujeres pueden votar y tener propiedades e incluso disponer de su propio cuerpo, todavía sigue vigente el acuerdo social sobre su inferioridad.

Cualquier hombre les dirá que una mujer es más intuitiva que lógica, más emocional que razonable, más melindrosa que creativa y más refinada que vigorosa. No entienden de política, son incapaces de sumar una columna de cifras, conducen mal, chillan aterrorizadas cuando ven un ratón, y etcétera, etcétera, etcétera.

Como las mujeres son todas esas cosas, ¿cómo se les va a permitir que intervengan en la misma medida que el hombre en las importantes tareas de organizar la industria, el Gobierno y la sociedad?

Esta actitud tiende a crear su propia realidad.

Se comienza por enseñarle a un joven que es superior a las mujeres, lo que es reconfortante. Esto le sitúa automáticamente entre la mitad privilegiada de la raza humana, por muchos defectos que tenga. Cualquier cosa que se oponga a esta idea, atentará no sólo contra su amor propio, sino contra su misma virilidad.

Esto quiere decir que si resulta que una mujer es más inteligente que determinado hombre por el que se siente interesada (por alguna oscura razón), no habrá de revelar este hecho, aunque le vaya la vida en ello. La atracción sexual, por fuerte que fuera, no podría hacer olvidar la herida mortal que él recibiría en el mismo núcleo de su orgullo masculino, y ella le perdería.

Por otra parte, un hombre encuentra algo infinitamente tranquilizador en la presencia de una mujer que es manifiestamente inferior a él. Esta es la razón de que una mujer tonta parezca “mona”. Cuanto más marcadamente machista es una sociedad, más se aprecia la estupidez en la mujer.

A lo largo de los siglos las mujeres se han visto obligadas a atraer a los hombres de alguna manera, si querían tener alguna oportunidad de conseguir seguridad económica y posición social, y, por tanto, las que no eran tontas ni estúpidas por naturaleza tenían que cultivar cuidadosamente la tontería y la estupidez hasta que se convertían en algo natural en ellas, y se olvidaban de que alguna vez fueron inteligentes.
Tengo la impresión de que todas las diferencias emocionales y de temperamento entre hombres y mujeres son diferencias culturales que tenían la importante función de mantener el convenio hombre-amo/mujer-esclava.

Me parece que basta con considerar la historia social con un poco de lucidez para comprobarlo, y comprobar además que el “temperamento” femenino hace lo imposible por adecuarse a las necesidades del hombre en cualquier situación.

¿Qué puede haber habido de más femenino que la condición de la mujer victoriana, tan delicada y modesta, siempre sonrojándose y conteniendo el aliento, increíblemente refinada y que continuamente recurría a sus sales para superar una lamentable tendencia a desmayarse? ¿Acaso ha habido nunca un juguete más estúpido que el estereotipo de la mujer victoriana? ¿Acaso ha habido un insulto mayor para la dignidad del Homo sapiens?

Pero se puede comprender la razón de que la mujer victoriana (o algo más o menos parecido a ella) tuviera que existir a finales del siglo XIX. Era una época en la que las mujeres de las clases acomodadas no tenían que hacer ningún trabajo “de poco músculo”, que era tarea de los criados. O bien se les permitía emplear su tiempo libre en unirse a los hombres en sus actividades, o se conseguía que no hicieran nada. El hombre se propuso firmemente que no hicieran nada (excepto naderías para pasar el rato, como bordar o tocar el piano de manera lamentable). Incluso se las animaba a llevar ropas que estorbaban sus movimientos hasta el punto de que apenas podían andar ni respirar.

Por consiguiente, no les quedaba otra cosa que hacer que entregarse a un feroz aburrimiento que sacaba a relucir lo peor de la naturaleza humana, y que hacía de ellas seres inadecuados incluso para el sexo; se les inculcaba la creencia de que éste era algo sucio y pernicioso, para que sus maridos pudieran ir a buscarse el placer a otra parte.

Pero en esta misma época a nadie se le ocurrió inculcarles las mismas insípidas cualidades a las mujeres de las clases más bajas. Ellas tenían trabajo “de poco músculo” de sobra, y como no tenían tiempo para desmayos ni refinamientos, el temperamento femenino hizo los ajustes necesarios, y se las arreglaron sin desmayos ni refinamientos.

Las mujeres pioneras del Oeste americano no sólo limpiaban la casa, hacían la comida y tenían un bebé detrás de otro; además, cuando era necesario, cogían un rifle para luchar contra los indios. Tengo la grave sospecha de que también eran uncidas al arado cuando el caballo necesitaba tomarse un respiro o cuando se estaba puliendo el tractor. Y todo esto ocurría en la época victoriana.

Incluso ahora lo seguimos viendo por todas partes. Uno de los artículos de fe es que las mujeres son incapaces de entender siquiera las operaciones aritméticas más simples. Todos sabemos que esas pequeñas monadas ni siquiera son capaces de llevar las cuentas de un talonario de cheques. Cuando era pequeño todos los cajeros de banco eran varones por esa misma razón. Pero luego empezó a resultar difícil contratar a cajeros varones. En la actualidad, el 90 por 100 son mujeres, y parece ser que después de todo sí que saben sumar y llevar las cuentas de los talonarios.

Hubo una época en que sólo había enfermeros varones porque todo el mundo sabía que las mujeres eran demasiado delicadas y refinadas para este trabajo. Cuando las condiciones económicas impusieron la necesidad de contratar a enfermeras, resultó que después de todo no eran tan delicadas ni refinadas. (Ahora la enfermería es “trabajo de Mujeres”, indigno de un orgulloso varón.)

Los médicos e ingenieros son casi siempre hombres; hasta que sobrevenga algún tipo de crisis social o económica, momento en el que el temperamento femenino sufrirá las alteraciones que sean necesarias y gran número de mujeres se harán médicos o ingenieros, como ocurre en la Unión Soviética.
Unos conocidos versos de sir Walter Scout expresan magníficamente el significado de todo esto:

¡Oh, mujer!, en nuestras horas tranquilas,
indecisa, coqueta y difícil de complacer,

Cuando el dolor y la angustia fruncen el ceño,
¡tú eres el ángel que cuida de nosotros!

La mayoría de las mujeres parecen considerar estos versos como un maravilloso y conmovedor tributo, pero yo creo que se trata de una exposición bastante escueta del hecho de que cuando el hombre está relajado quiere tener un juguete, y que cuando tiene problemas, quiere un esclavo, y que la mujer ha de estar dispuesta a adoptar al instante cualquiera de los dos papeles.

¿Y si el dolor y la angustia fruncen su ceño? ¿Quién es el ángel que cuida de ella? Hombre, pues otra mujer contratada para la ocasión.

Pero no caigamos tampoco en el otro extremo. Durante la lucha por el voto de las mujeres, los machistas decían que la nación iría al desastre porque las mujeres no tienen sentido de la política y se dejarían manipular por los hombres (o por los sacerdotes, o por cualquier charlatán con la cabeza llena de rizos y la boca llena de dientes).

Por otra parte, las feministas decían que cuando las mujeres entraran en las cabinas de votación con toda su suavidad y su refinamiento y su honradez, se acabarían todas las guerras, los chanchullos y la corrupción.
¿Saben lo que ocurrió cuando las mujeres consiguieron el derecho al voto? Nada. Resultó que las mujeres no eran más tontas que los hombres, ni tampoco más sabias.

¿Y qué hay del futuro? ¿Conseguirán las mujeres una verdadera igualdad?

No, a menos que cambien las condiciones básicas que imperan desde que el Homo sapiens apareció como especie. Los hombres no renunciarán voluntariamente a sus ventajas; los amos nunca lo hacen. A veces se ven obligados a hacerlo a causa de una revolución violenta de un tipo u otro. A veces se ven obligados a hacerlo por su prudencia, al prever una inminente revolución violenta.

Un individuo puede renunciar a una ventaja simplemente por su sentido de la decencia, pero estos individuos son siempre una minoría, y un grupo en su conjunto no hará jamás.

De hecho, en este caso son las mismas mujeres las más ardientes defensoras del statu quo (por lo menos la mayoría). Llevan tanto tiempo representando su papel que notarían la ausencia de las cadenas alrededor de sus muñecas y tobillos. Y están tan acostumbradas a sus mezquinas recompensas (el sombrero que se alza, el brazo que se ofrece, las sonrisas afectadas y las miradas maliciosas y, sobre todo, la libertad de ser tontas), que no están dispuestas a cambiarlas por la libertad. ¿Quiénes atacan con más dureza a la mujer independiente que desafía las convenciones de las esclavas? Otras mujeres, por supuesto, que actúan de agentes de los hombres.

Pero a pesar de todo, las cosas cambiarán, porque las condiciones básicas que sustentaban la posición histórica de la mujer están cambiando.

¿Cuál era la primera diferencia fundamental entre los hombres y las mujeres?

La mayoría de los hombres son más grandes y más fuertes físicamente que la mayoría de las mujeres.

¿Y bien? ¿Qué más da eso hoy en día? La violación es un crimen, y por tanto se trata de un atentado físico criminal, aún cuando sólo esté dirigido contra las mujeres.

Este hecho no basta par que estas cosas dejen de ocurrir totalmente, pero impide que sigan siendo el juego universal para los varones como lo fueron en su momento.

¿Y qué importancia tiene, desde el punto de vista económico, que los hombres sean más grandes y más fuertes? ¿Es que las mujeres son demasiado pequeñas y débiles para ganarse la vida? ¿Es que tienen que arrastrarse bajo el brazo protector de un varón, por tonto o desagradable que sea, para conseguir el equivalente de un muslo de la pieza cobrada?

¡Tonterías! Los trabajos “de mucho músculo” están desapareciendo constantemente, y sólo quedan trabajos “de poco músculo”. Ya no cavamos zanjas: apretamos unos botones y las máquinas lo hacen. El mundo está cada vez más informatizado, y una mujer es tan capaz de realizar correctamente tareas como meter papel, ordenar tarjetas y girar los contactos como un hombre.

De hecho, la pequeñez puede llegar a estar muy solicitada. Es posible que precisamente lo que haga falta sean dedos más pequeños y delgados.

Gradualmente las mujeres se darán cuenta de que sólo necesitan ofrecer sexo a cambio de sexo y amor a cambio de amor, y nunca más sexo por comida. No se me ocurre nada mejor que este cambio para que el sexo sea más digno y para acabar lo más rápidamente posible con la existencia del degradante “doble baremo” de amos y esclavos.

Pero aún nos queda la segunda diferencia:

Las mujeres se quedan embarazadas, tienen niños y los amamantan. Los hombres, no.

He oído decir muchas veces que las mujeres tienen el instinto de “construir el nido”, que verdaderamente quieren cuidar de un hombre y sacrificarse por él. Es posible, en las condiciones que había en el pasado. Pero ¿y ahora?

Con la explosión demográfica, que es cada vez más una espada de Damocles para todo el género humano, o desarrollamos una nueva actitud hacia los niños antes del fin de siglo o nuestra cultura morirá.

Llegará a ser totalmente correcto que una mujer no tenga hijos. Se aliviará la sofocante presión social que obliga a la mujer a ser “esposa y madre”, lo que tendrá aún más importancia que el alivio de la presión económica. Gracias a la píldora, es posible librarse de la carga de los niños sin renunciar al sexo.

Esto no quiere decir que las mujeres dejarán de tener niños, sino que simplemente no tendrán que tener niños.

De hecho, tengo la impresión de que la esclavitud femenina y la explosión demográfica van de la mano. Si se mantiene sometida a una mujer, el hombre sólo se sentirá seguro si consigue tenerla “descalza y embarazada”. Si no tiene otra cosa que hacer más que tareas poco dignas y repetitivas, se dedicará a tener un niño detrás de otro como única vía de escape.

Por otra parte, si las mujeres se sintieran realmente libres, la explosión demográfica se detendría espontáneamente. Pocas mujeres estarían dispuestas a sacrificar su libertad para tener un montón de hijos. Y no se apresuren a decir “No”; la libertad femenina no ha sido ensayada nunca verdaderamente, pero algo debe de significar el hecho de que el índice de natalidad sea más alto en los lugares en que la mujer ocupa la posición social más baja.

Por consiguiente, predigo que en el siglo XXI las mujeres serán completamente libres por primera vez en la historia de la especie.

Tampoco me asusta la contrapredicción de que todas las cosas son cíclicas y que la tendencia claramente visible hacia la emancipación femenina dará paso a una vuelta de neovictorianismo.

Es cierto que los efectos pueden ser cíclicos; pero sólo cuando las causas son cíclicas, y en este caso las causas básicas no son cíclicas, si exceptuamos una posible guerra termonuclear que afectara al mundo entero.

Para que el péndulo volviera a inclinarse hacia la esclavitud femenina, tendría que darse un aumento de los trabajos “de mucho músculo” que sólo pudieran hacer los hombres. Las mujeres volverían a temer morirse de hambre si no tuvieran a un hombre que trabajara para ellas. Bueno, ¿les parece que la actual tendencia hacia la informatización y la seguridad social se invertiría en cuanto ocurriera una catástrofe global? ¿En serio?

Para que el péndulo oscilara hacia atrás, tendría que sustituir el deseo de formar grandes familias y tener muchos niños. Es la única forma de tener a las mujeres satisfechas con su esclavitud a gran escala (o demasiado ocupadas como para pensar en ello, lo que viene a ser lo mismo). Teniendo en cuenta la actual explosión demográfica y la situación tal como será en el año 2000, ¿esperan realmente que se pondrá a las mujeres a la tarea de criar a un niño tras otro?

De modo que la tendencia hacia la liberación de la mujer es irreversible.

Ya ha comenzado, y se trata de un hecho sólidamente establecido. ¿Creen acaso que la época actual, con su creciente permisividad sexual (en casi todo el mundo) no es más que una decadencia temporal de nuestra fibra moral y que con alguna pequeña acción por parte del Gobierno volveríamos a las austeras virtudes de nuestros antepasados?

No lo crean. El sexo se ha separado del nacimiento de los niños, y continuará estándolo, puesto que es imposible eliminarlo y es imposible alentar el nacimiento de más bebés. Voten por quien les parezca, pero la “revolución sexual” seguirá adelante.

O consideren, por ejemplo, algo tan trivial en apariencia como la nueva moda del pelo largo en los hombres. (Yo mismo me he dejado crecer un par de patillas absolutamente magníficas.) No cabe duda de que los detalles cambiarán, pero lo que esto significa en realidad es el fin de las distinciones superficiales entre los sexos.

Es precisamente esto lo que molesta a las personas convencionales. Una y otra vez les oigo quejarse de que algún chico con el pelo especialmente largo parece una chica. Y luego dicen: “¡Ya no se les puede distinguir!”

Esto siempre me hace preguntarme cuál es la razón de que sea tan importante distinguir a un chico de una chica a primera vista, a menos que se tenga en la mente algún objetivo personal para el que la diferencia de sexos sea relevante. No es posible saber a primera vista si una persona es católica, protestante o judía; si él o ella toca el piano o juega al póker, es ingeniero o artista, inteligente o estúpido.

Después de todo, si fuera verdaderamente importante distinguir el sexo de una persona a una distancia de varias manzanas con sólo echar una ojeada, ¿por qué no servirse de las diferencias que nos ha dado la naturaleza? Que no es el pelo largo, ya que en todas las culturas ambos sexos tienen el pelo de una longitud aproximadamente igual. Por otra parte, los hombres siempre tienen más pelo en la cara que las mujeres; en algunos casos la diferencia es enorme. (Mi mujer, la pobre, nunca podría tener patillas, aunque lo intentara.)

Bueno, ¿tendrían entonces que dejarse barba todos los hombres? Pero a las mismas personas convencionales a quienes no les gusta el pelo largo en un hombre tampoco les gustan las barbas. Cualquier cambio les inquieta, de manera que, cuando es necesario realizar algún cambio, hay que ignorar a las gentes convencionales.

Pero, ¿por qué existe ese fetichismo de los hombres con pelo corto y las mujeres con pelo largo, o, si vamos a eso, de los pantalones para los hombres y las faldas para las mujeres, las camisas para los hombres y las blusas para las mujeres? ¿Por qué este conjunto de diferencias artificiales para exagerar las naturales? ¿Por qué esa inquietud cuando las diferencias se desdibujan?

¿Es posible que la distinción vulgar y llamativa en el atuendo y el peinado de los dos sexos sea otro signo de la relación amo-esclavo? Ningún amo quiere ser confundido con un esclavo a cualquier distancia, ni tampoco que se confunda a un esclavo con un amo. En las sociedades en las que existe la esclavitud siempre se pone buen cuidado en diferenciar a los esclavos (con una coleta cuando los manchús gobernaban China, con una estrella de David amarilla cuando los nazis gobernaban en Alemania, etc.)
Nosotros mismos tenemos tendencia a olvidarlo, puesto que nuestros esclavos no femeninos más conspicuos tienen un color de piel que los diferencia perfectamente y no tienen necesidad de mucho para quedar marcados.

Por tanto, en la futura sociedad sexualmente igualitaria se producirá un desdibujamiento de las diferencias artificiales entre los sexos, un desdibujamiento que ya ha comenzado. Pero, ¿y qué? Un chico determinado sabrá quien es su chica y viceversa, y si otra persona no participa de esta relación, ¿qué le importa a esa persona cuál es cuál?

Afirmo que no se puede ir contra corriente y que, por consiguiente, debemos unirnos a ella. Afirmo que incluso es posible que sea la cosa más maravillosa que le haya ocurrido nunca al género humano.
Creo que los griegos tenían razón en una cosa, que es mucho mejor amar a un igual. Y si es así, ¿por qué no nos apresuramos a acercarnos al momento en que los heterosexuales podremos amar en las mejores condiciones?

NOTA
Me siento orgulloso de este artículo. En 1969 el movimiento feminista estaba todavía en mantillas. El libro de Betty Friedan, La mística de la feminidad, que fue uno de los factores principales de la aceleración de su desarrollo, había sido publicado en 1963, sólo seis años antes. Pero tampoco me habría hecho falta esperar a su publicación. Siempre he estado del lado de los oprimidos, sea cual sea su raza o sexo.
Por eso me sentí complacido al recibir una carta de una mujer que decía que había leído el artículo con mucha desconfianza, esperando que en cualquier momento me pusiera a matizar mis creencias, pero se quedó asombrada cuando vio que no era así.
En efecto, admiro mucho a las mujeres que en tiempos me acusaron con frecuencia de tratarlas como objetos sexuales. Pero yo siempre replico, con un temblor ofendido en la voz: “Bueno, que ellas me traten también como un objeto sexual y entonces ya tendremos igualdad de sexos.”
Por cierto, no he recibido nunca ninguna carta protestando porque mis artículos científicos trataran temas muy alejados de la ciencia, como es el caso de éste; pero después de todo, la sociología es una ciencia, ¿no?

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6 Comentarios:

At 11:25 p. m., Blogger Deka Black dijo...

La introduccion parece una de esas anecdotas autobiograficas de alguna de sus antologias (espero que no fuera grave lo de las fisuras ni te haya dejado secuelas).

En cuanto a lo que dice el texto del Doctor... Yo solo diré que a veces da vergûenza ser de sexo masculino. Y que al menos, a pesar de lo extenso del texto no s ehace pesado de leer.

Este texto me dan ganas de enseñarselo a mi padre, si no fuera porque se quesdo en el pergamino, y la spantallas d eordenador para el son como el oraculo de delfos y se cree que lo solucionan todo.

 
At 12:14 a. m., Blogger Sota dijo...

pero sería todo una gran mentira, sobre todo lo de que tengo una chimenea

Pero eso no se cuenta, mujer! Que ahora nos has tirado un mito!

(mañana si eso me leo el resto del artículo. Que espero que lo hayas anorroseado, porque si no, manda güevos ponerte a teclear eso teniendo las muñecas mal!)

 
At 8:09 a. m., Blogger Urui dijo...

Deka, en el fondo se curaron bien, dentro de lo que cabe, excepto cuando me duele, no me afectan para nada. Nadie tiene culpa de ser de un sexo u otro, hombre. Y el texto es genial, parece increible que fuera escrito en 1969.

Sota, ah, las chimeneas, esos fantásticos artefactos. Claro que está anarroseado, que encima era tarde y me quería ir a cenar.

Gracias por comentar. (<- Esto lo he visto en un par de blogs y me gusta. Creo que lo pondré a partir de ahora.)

 
At 6:04 p. m., Blogger Deka Black dijo...

¿En el 69? Gente que piensa la hay entodas las epocas. Claro, que las hagan caso e sotra cosa. Y que piensen cosas que esten aceptadas en dicha epoca, otra.

 
At 1:31 a. m., Blogger Chache dijo...

Muy buen texto, aunque me he quedado mas con lo de tus muñecas, jo. :( mejórate, bicho.

 
At 3:08 p. m., Anonymous Anónimo dijo...

Lo mejor del texto es, indudablemente, que anticipa el descenso de la natalidad en todos los países donde las mujeres logran los mismos derechos (de facto, no de iure) que los hombres.

Muy divertido.

 

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